Los Tiranos
Durante mi larga carrera como
novelista, siempre me llamó la atención la personalidad de los tiranos, esos
sujetos ruines,
viles, abyectos, infames, indignos, rastreros, innobles, depravados,
detestables, repugnantes, despreciables y aborrecibles, entre otros
calificativos insignificantes más, para describir el comportamiento de estos
sujetos (apelo a la comprensión del lector en razón de la siguiente licencia
literaria) pues no nacieron de vientre humano, al igual que los chacales y las
hienas, entre otras especies, que por razones biológicas, carecen de ombligo, a
diferencia de cualquier ser humano.
Un tirano, por
definición, es cruel, afirmación que se demuestra con el fallecimiento de
800,000 compatriotas muertos durante la pandemia que, tal y como el propio AMLO
declaró, le cayeron “como anillo al dedo”, sentencia despiadada parecida a la
de Stalin, cuando hizo saber que “una muerte era una tragedia, en tanto un
millón de muertos era parte de una estadística”, por lo que, mientras más gente
sufría y moría, menos importaba. ¿Cómo olvidar la diversión que le reportaba a
López Obrador una masacre, de las tantas que enlutan a nuestro país, publicada
en la portada de una revista o su evidente desprecio por los niños enfermos de
cáncer o por los pobres, a los que llamaba “animalitos a los que se debe
alimentar al no poderse valer por sí mismos”?
Los dictadores, al
sentirse seres excepcionales destinados a dirigir a las masas, desean ser contemplados
como seres iluminados, irremplazables, a pesar de desdeñar los sentimientos,
las razones y las necesidades de los gobernados, al estilo de algunos norteamericanos
a quienes solo les importan tres personas: me, myself and I…
Los dictadores se exhiben como
salvadores de la patria hasta mostrar posteriormente su verdadera vocación como
manipuladores profesionales; padecen amenazas inexistentes en contra de su poder;
invierten su tiempo en diseñar estrategias defensivas o agresivas en contra de
enemigos invisibles o visibles, o de traidores reales o inventados, para lo
cual toman decisiones temerarias y hasta suicidas, como cuando Hitler le
declaró la guerra a Estados Unidos en 1941, en realidad a medio mundo, cuando
ya tenía abiertos tres frentes contra Francia, Inglaterra y Rusia.
Los tiranos, déspotas y
narcisistas por naturaleza, ignoran los consejos hasta de sus más cercanos
colaboradores, de quienes también desconfían, imponiéndoles obediencia ciega al
no tolerar la competencia. Como grandes sociópatas, enamorados de sí mismos,
desprecian, en razón de sus sentimientos de superioridad, la libertad de
expresión, la realidad, las leyes, “no me vengan que la ley es la ley”, los
principios éticos, las razones ajenas, los derechos humanos, subestiman riesgos
y sobreestiman su talento y los alcances de sus semejantes. Ellos son el
Estado, titulares de la verdad absoluta, los amos del mundo, como cuando AMLO,
en una de sus tantas obnubilaciones, dejó plantado a Biden, al no haber
invitado éste a una reunión a siniestros personajes como Maduro, Ortega y Díaz
Canel, los grandes motivos de vergüenza en América Latina y, en buena parte,
del orbe.
El tirano nunca pide perdón,
¿qué tal AMLO?, siempre culpa a terceros de sus errores, vive aislado en sus mentiras,
víctima, en algunos casos, de padecimientos infantiles. Requiere de enemigos
internos o externos, como los neoliberales o el imperialismo o la prensa;
inventa embustes para seducir a las masas como la extinción de la “mafia del
poder”; compra lealtades corruptas para “salvar al pueblo”, con la leyenda de
que quien obedece, sí prospera, mientras se sabe vulnerable y sufre severos
miedos y paranoias, como las padecidas por Saddam Hussein, quien no saludaba
con la mano por temer al roce de una uña envenenada de sus visitantes o hacía
probar a terceros su comida por el justificado pánico a morir intoxicado.
Donde hay un dictador, hay un corrupto. Basta con rastrear las grandes fortunas de los hermanos Castro o de Hugo Chávez o de Pinochet o de Kim Jong-Un, o de los integrantes de la 4T o de los priístas de la Dictadura Perfecta, entre múltiples ejemplos más. Conclusión: La democracia solo subsiste en el contexto de un Estado de Derecho. A falta de árbitros neutrales, propios de una tiranía, tarde o temprano advendrán las revoluciones que solo sirven para concentrar aún más el poder o no sirven para nada…